La dieta cetogénica (DC), caracterizada por un alto contenido de grasas, moderada ingesta de proteínas y una drástica reducción de carbohidratos, ha ganado popularidad no solo como estrategia para la pérdida de peso sino también como una intervención terapéutica en diversas patologías. Inicialmente utilizada para el tratamiento de la epilepsia refractaria, la DC ha sido objeto de investigación en enfermedades metabólicas, neurológicas e incluso oncológicas.

La premisa de la dieta es inducir un estado de cetosis, en el que el organismo utiliza cuerpos cetónicos como fuente de energía alternativa en lugar de glucosa. Sin embargo, la implementación de la DC ha generado controversia en la comunidad médica, especialmente en cuanto a sus efectos a largo plazo sobre el sistema cardiovascular y la salud metabólica global.

Desde el punto de vista metabólico, la DC ha mostrado eficacia en la pérdida de peso, la mejora de la sensibilidad a la insulina y la reducción de marcadores inflamatorios, lo que la posiciona como una opción terapéutica viable para el manejo de la obesidad y el síndrome metabólico.
Los cuerpos cetónicos, especialmente el beta-hidroxibutirato, tienen efectos antiinflamatorios y antioxidantes, y se ha observado que la restricción de carbohidratos mejora la regulación de la glucosa y el perfil lipídico.

Estudios recientes han documentado que la DC puede disminuir los niveles de triglicéridos y aumentar las concentraciones de colesterol HDL, lo que en principio parecería un efecto beneficioso en el perfil cardiovascular.

No obstante, la preocupación principal radica en los cambios adversos que la DC puede provocar en el metabolismo lipídico y su potencial para incrementar el riesgo cardiovascular. Aunque algunos estudios han señalado mejoras en el perfil lipídico, como el aumento del colesterol HDL, otros han mostrado que la dieta cetogénica puede conducir a un aumento significativo de los niveles de colesterol LDL, particularmente en las partículas LDL pequeñas y densas, que se asocian con un mayor riesgo de enfermedad cardiovascular. Esto es especialmente preocupante en pacientes con predisposición genética a la dislipidemia, quienes pueden experimentar una elevación desproporcionada de los niveles de LDL. Además, la ingesta elevada de grasas saturadas, común en las variantes más estrictas de la DC, puede inducir cambios en la composición de las membranas celulares y contribuir a la disfunción endotelial, un paso clave en el desarrollo de la aterosclerosis.

Otra preocupación se relaciona con la posibilidad de desarrollar una resistencia insulínica paradójica en ciertos subgrupos de pacientes. Aunque la DC mejora inicialmente la sensibilidad a la insulina en individuos con obesidad y síndrome metabólico, algunos estudios han sugerido que, en el largo plazo, la ingesta excesiva de grasas saturadas puede llevar a una acumulación de lípidos intramiocelulares y hepáticos, lo que podría resultar en una alteración en la señalización de la insulina. Este fenómeno podría revertir los beneficios metabólicos iniciales de la dieta y aumentar el riesgo de diabetes tipo 2 en ciertos pacientes.

En conclusión, la dieta cetogénica representa una intervención metabólica con un amplio potencial terapéutico, pero su uso clínico debe ser cuidadosamente evaluado. Los efectos beneficiosos en el control glucémico, la pérdida de peso y la neuroprotección deben ser equilibrados con las posibles implicaciones a largo plazo en la salud cardiovascular.

La individualización del tratamiento, la selección cuidadosa de pacientes y el monitoreo regular de parámetros metabólicos y cardiovasculares son esenciales para maximizar los beneficios y minimizar los riesgos. La investigación continúa en ensayos clínicos a largo plazo es fundamental para definir el papel preciso de la dieta cetogénica en el manejo integral de estas patologías.

Referencias:

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